“Las tribulaciones de un mayordomo
informático”
El reloj executive de la consola
marcaba las 9,30. Mister Epson no alcanzaba a explicarse cómo no
había oido el despertador. Llegaría tarde, como de costumbre, a la
sesión de win, precisamente cuando iban a discutirse importantes
cambios de comandos. Pulsó nerviosamente el botón y, casi al
instante, sonaron unos leves golpes en la puerta. “Debe de ser
Drive“, masculló Mister Epson, ”ya podía haber llamado antes
este inútil”. “¿CD Windows, señor…?”, susurró el
mayordamo desde el otro lado de la puerta. “¡Enter!“, tronó Mr.
Epson con esa voz cascada de las mañanas que tanto desazonaba al
infeliz sirviente. Drive hizo tímidamente access en el directorio y
depositó el acostumbrado menú en la consola. “Desea que le ponga
un disk, el señor?”- musitó carraspeando. “¡Para disks estoy
yo esta mañana!”, estalló Mr. Epson, fuera de sí, mientras
propinaba una patada a la impresora. “¿No ves que por tu culpa voy
a llegar tarde a la sesión?” El pobre Drive ya esperaba esta
escena con la cogorza que había agarrado el señor por la noche,
tras cepillarse él solito aquella botella de Write. Y, como de
costumbre, tenía que ser él quien le aguantara ahora el microsoft.
“¿No desea el señor que le abra la windows?” “¡No, Drive, no
deseo que me abras nada.., puedes hacer Alt a s y desaparecer!”
“¡Jo, como está el señorito esta mañana!”, murmuró el
desdichado entre dientes, mientras rugía Alt grrr… en lo más
íntimo de su ser y se disponía a hacer esc por la puerta.
“¡¡¡Driiiive!!!”. El grito dejó
al sirviente bloq mayús y con un byte en el aire. Lo puso suavemente
en el suelo y pulsó return para acceder de nuevo al directorio.
“¿Decía el señor…?”, suplicó, atemorizado. “¿Está la
señora on line?”. “No, señor.., la señora hizo exit muy
prompt, señor. Quería alcanzar el bus memo de las nueve, señor…”
“¡Me c… en el tabulador!”,
prorrumpió Mr. Epson, hecho una furia. “¿Y no te ha dado ningún
recado?”, volvió a estallar tras una pause. Drive intentó
recordar lo que la señora había dejado insert en el módulo
interface del office. “Creo que la señora iba a comprar tres
kilobytes de langosta y un ram de gladiolos, señor; para la cena de
esta noche, señor. Recordará el señor que vienen los señores de
Diskomp. La señora ya advirtió ayer al señor…” “¿De que
font sacas tú esto?, ¡no me advirtió de nada”! ¡A ver cuándo
serás capaz de decir una sola word perfect!”, clamó Mr. Epson,
agitando con una mano la cucharilla del té mientras pugnaba por
enfilarse el chaleco con la otra. Drive pensó que ya iba estando
load, aunque reconocía que la culpa era suya por aguantar día tras
día aquel process. También sabía, de tanto oírselo eject a la
helvética de su mujer, que él no era precisamente un select type,
pero de eso a tener que aguantar tan malos modem había un file. El
día que estuviera ready sería capaz de largarle un paper out en la
pitch a ese mamón. Tandom va el cántaro a la font que al fin se
break. De momento no podía hacer more que mantener el control.
El Pirata malvado
Había una vez un barco con un pirata
malvado y su tripulación. Una isla con un mapa escondido y un enorme
cofre lleno de riqueza enterrado. Y el pirata más malvado que los
demás quería el mapa y luego el cofre con su llave.
Un día los piratas fueron a buscar
comida a la isla y cortaron una palmera llena de cocos y de repente
cayó el mapa.
Luego fueron al barco y le dijeron al
capitán cruel y malvado: ha caído el mapa y responde el capitán:
¿Cómo que ha caído? Responden: de una palmera, y luego el capitán
dice: da igual, ja, ja, ja, ja, es nuestro.
Fueron a la isla y desenterraron el
cofre y fueron los piratas más ricos del mundo pirata.
Fin.
LA ORQUESTA INFORMATICA
Abrí la puerta con un sigilo de ladrón
experto, cuidando no llamar la atención, pero la puerta soltó un
delator crujido de película de terror que aumentaba entre más
despacio la abría y fue inevitable que todos, sin excepción, desde
su silla voltearan hacia mí.
-¿Que hubo hermano? – susurró el
único rostro conocido – siéntese aquí ¡mire!
Caminé aguantando la respiración pero
el piso de madera seguía delatándome, los pasos retumbaban en aquel
salón en donde sólo se escuchaba el leve tracateo de los teclados
después de las órdenes: “…escriban el nombre de su proyecto,
menú Archivo-Guardar Como…”
-¿Usted qué?, primer día y llega
tarde – musitó de nuevo la única persona que reconocía cuando
por fin me senté – préndalo, ¡rápido!
Cuando me senté pude respirar y me
incorporé. Miré a mi compañero y recordé quién era. Hacía dos
semanas atrás, en el último día de la semana de inducción para
‘primíparos’ estuvimos tomando canelazo, una increíble bebida
de tierra fría con la que entramos en confianza, amparados en el
infalible poder socializador del licor. Pensándolo bien, el canelazo
y sus efectos, es una manera eficaz de generar amistades, que en ese
momento más que amistades, son pactos para hacer contra al terrible
despiste que se vive.
De más está decir que me sentía en
otro planeta, el paso de un pueblo de afables modos caribes a una
nevera de millones de almas desconocidas está ya lo suficientemente
documentado. Es la misma locura, pero en locos muy distintos.
Mi compañero me miraba extrañado y
seguía instándome, le correspondí con un falso gesto de
asentimiento y seguí concentrado tratando de coger el hilo de la
oscura jeringonza en la que se dictaba. Era inútil. Casi por inercia
saqué de la mochila un librito ajetreado en cuya portada amarilla se
podía leer “MS-DOS” y lo coloqué en la mesa junto a la pantalla
sin vida que tenía en frente. Las ordenes seguían “…copien la
secuencia y la corren, menú Herramientas-opciones…”, el
posterior tracateo de los teclados y la insistencia de mi compañero
me replegaban el corazón, estaba horrorizado, a cinco grados
centígrados comencé a sudar, pero ni la transpiración era la misma
de mi natal sofocación, sentía picaduras de hormigas en vez de
gotas de sudor y esa sensación me disminuyó más, aumentó mi
angustia.
Después que hizo lo suyo mi compañero
con un ligero golpeteo sobre la mesa y una pregunta manual que luego
comprobé en su entrecejo me llamó la atención de nuevo, pero no me
reponía. Lo miré más perplejo que antes, miré al frente y en ese
momento empeoró la situación. “… ahora voy puesto por puesto, a
revisar lo que han hecho…” sentenció el maestro de esa orquesta
de pantallas, teclados y ratones, tan ajena a mi.
El contraste me llevó al símil: el
entusiasmo y la diligencia de los asistentes armonizaba con el
colorido de aquellas pantallas mágicas, y mi turbación combinaba
con esa pantalla inerte que tenía al frente.
-¿Escuchó? ¡préndalo! – señaló
mi compañero - ¿qué le pasa hermano?, está sudando.
- Nada – fui mi primer susurro – no
me pasa nada compadre.
El susto llegó a su limite y un viento
animal me animó, no soportaba más, cuanto antes tenía que salir
del dilema de esa pantalla inerte frente a mí: abrí el librito
ajetreado en cuya portada amarilla se podía leer “MS-DOS” que le
robé a un tío antes de ir a la capital, con la firme disposición
providencial de encontrar en sus paginas de papel periódico alguna
coincidencia con aquellos instrumentos de tan incomprensible
orquesta, la fastuosa y atemorizante orquesta informática de la que
era miembro sin entender su música. Nervioso hojeaba y hojeaba con
premura, buscando alguna orientación grafica que me permitiera
descifrar aquel lenguaje impenetrable y así, de una vez por todas,
lograr lo que el desconocimiento y la desazón aumentaban, para mi
desgracia, a proporciones infinitamente titánicas: poner a funcionar
esa cosa que hasta el momento solo veía en la televisión.
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